domingo, 23 de marzo de 2014

Viaje a León



Dormir sentado en el tren, ya lo dijo Faulkner, es mostrar la garganta e invitar al tajo certero y veloz que abra una sonrisa nueva con la que recibir a la Muerte. En la noche, los raíles no son más que dos cuchillos afilados por la luz de la luna. Siempre gemelos, siempre al acecho, tendidos en la tierra esperando el encuentro con nuestro destino.

La señorita Stanton no soportaba los trenes. No tienen compartimentos individuales. Subir a un tren era para ella compartir y convivir y, si bien la primera de las obligaciones era llevadera —cuando sólo correspondía al espacio— la segunda se le antojaba casi imposible de ejercer. Los compañeros de trayecto dependían del capricho de un azar y la noche en que conoció a Ronaldo Landa, aquel azar, concreto y caprichoso, seguro que había pedido para cenar cordero bañado en salsa de pescado. Quizá con aceitunas y alcaparras.

Había subido al tren en Barcelona y había conseguido que tuviera compartimentos, aunque eran para seis personas. Pensaba llegar a León por la mañana y con suerte haría todo el viaje sola. Se había acomodado quitándose las botas de tacón reforzado y echándose una mantita de viaje por encima del regazo. El sombrero de ala ancha que se dejó puesto ayudaba a tamizar la patética luz fluorescente del compartimento. Dio la vuelta al libro que estaba leyendo y cerró los ojos. Se titulaba Leviatán, de un tal Hoaré, y hablaba de ballenas. La señorita Stanton nunca había comido ballena. Todavía. Dejó que su mente navegara entre el rumrum del tren y las olas de un oceano lejano. Tal vez, pensó, lograría dormir un rato.

El amigo Ronaldo entró en el compartimiento número 11 en la estación de Zaragoza, a las dos de la madrugada. Lo hizo con una enorme maleta negra por delante, un bolso de mano a juego colgado de un hombro, una cámara fotográfica —negra también— pendiendo peligrosa de una de sus manos, junto a un paraguas chorreante, y el billete sujeto entre los dientes. Farfulló algo que bien podía ser un buenas noches o un alabado sea el señor y reculó entre las piernas de ella hasta hacerse un lugar enfrente, subir la maleta grande y la cámara a la rejilla de equipajes, dejar el paraguas chorreante cerca de los calcetines de la señorita Stanton, y sentarse luego con un resoplido que a ella le supo a humo y ron y le torció el gesto con desagrado.

—Disculpe —dijo al fin.

La señorita Stanton compuso en su cara algo parecido a un perdón y luego se obligó a mirar sin ver la noche por la ventana.

Pasaron unos tres minutos de relativa paz y oscuridad, rota apenas por el reflejo del tipo en el cristal, moviéndose sin parar y sacando cosas de sus bolsillos, hasta que al fin un carraspeo que quería llamar su atención hizo que girase la cabeza.

—¿Le importa si me hago un bocadillo?

La señorita Stanton lo miró reprobadora. Era la única mirada apropiada para aquel comentario. No le respondió.

El hombre sacó un envoltorio plateado de uno de los bolsillos de su americana y lo desenvolvió sobre sus piernas con gran celo. Era un trozo de pan largo, con visos de haber conocido alguna vez un horno. Otro paquetito, más pequeño, desenvuelto también con cuidado, esparció en el compartimento el aroma rancio de un chorizo rojizo.

Ella acarició la empuñadura de su daga bajo la manta.

Ronaldo comenzó a masticar mientras miraba sin recato a su compañera de viaje. Intentó romper el hielo:

—Y dígame... ¿Va muy lejos?

Cuando lo dijo, una miguita de aquel pan mohoso, probablemente mojada de saliva, saltó de su boca para aterrizar sin rebotes en la manta que abrigaba a la mujer.

La señorita Stanton miró la pequeña partícula sobre su impoluta manta de lana australiana y gris. Luego, lentamente, alzó su mirada bajo la pamela hasta enfocar los ojos del hombre y la dejó allí durante un embarazoso silencio. Los ojos de Ronaldo, saltones como los de un batracio, parecieron recular en sus órbitas. Por primera vez en su vida, fue prudente;  sólo sonrió.